El resultado de la primera vuelta de las elecciones francesas no resulta, pese a estar perfectamente anunciado, menos sorprendente: victoria de la ultraderecha con un 33% de los votos, segundo lugar para un frente popular de izquierdas con un 28%, y un 20% para el centro político del actual presidente de la República, Emmanuel Macron. Los franceses han hablado y seguirán haciéndolo en una semana, cuando la segunda vuelta imponga un sistema de acumulación de voto necesariamente por o en contra de un candidato.
Lo que ha pasado en Francia es un esquema que viene desde hace años previendo lo que posteriormente sucede en otros países del ámbito europeo. En mayor o menor medida asistimos a la desafección ciudadana por partidos tradicionales anclados en la alternancia de derecha e izquierda y al surgimiento de discursos políticos más explícitos, más directos y, a la vez, más populistas por cuanto proponen soluciones simples a problemas complejos, cada vez más localizadas nacional o incluso territorialmente, sin tener en cuenta las ineludibles vinculaciones globales, y que basan su potencia de convicción en buscar enemigos ideológicos y/o culturales, en lugar de aliados o colaboradores.
Algo falla en un modelo político —resultado de un modelo social—, cuando este modelo se ha demostrado insatisfactorio para una gran parte de la ciudadanía que, o abandona la política al sentirse expulsada por esta o recurre a posiciones alejadas de la moderación y la tolerancia que han caracterizado siempre a las democracias liberales europeas.
La reflexión sería la misma si la victoria electoral, en Francia o en cualquier otro país de nuestro entorno, hubiera sido para frentes de izquierda radical combativos contra el capitalismo despiadado, las oligarquías neoliberales o el poder en la sombra de las multinacionales. El mismo exactamente que estos frentes derechistas de rechazo al extranjero sin recursos económicos, o que reclaman de nuevo fronteras interiores frente a una Europa abierta.
Pero la reflexión no está tanto en cómo asimilar movimientos políticos que tienen en su origen la demolición del estado de cosas que se ha venido desarrollando, mejor o peor, desde la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de ella y de los hechos históricos que desembocaron en la misma. La reflexión radica en cómo recuperar a un gran sector de la población europea que no empatiza con la Europa actual y el papel de su país en la misma, y que no teme dar pasos atrás para acercarse a una realidad que ya no recuerda.