Mas allá de su resultado, lo ocurrido en las recientes elecciones argentinas proporciona un ejemplo del funcionamiento electoral de aquel país sobre el que me parece importante reflexionar: se trata de la ausencia, en un entorno democrático consolidado, del concepto de «partido político», entendido como organización estructurada alrededor de una ideología, de forma relativamente cohesionada. Por el contrario, el sistema político argentino se estructura alrededor de lo que se puede definir como espacios o movimientos.
El principal de todos ellos es, sin duda alguna, el peronismo. Desde mediados de los años 40 del siglo XX, el general Perón desarrolló una política intervencionista con el objetivo declarado de repartir entre los más necesitados (los «descamisados») los frutos de una economía nacional que se había situado entre las más ricas del mundo, pero en la que los niveles de desigualdad eran abrumadores. Como ejemplo ilustrativo de ello, en Francia se popularizó la expresión «riche comme un argentin» (rico como un argentino) para referirse a la ostentación extrema de la riqueza.
Debido a ese explícito objetivo redistributivo el peronismo se puede asociar con un movimiento de izquierdas. Sin embargo, ya desde sus orígenes, sus componentes nacionalista y militarista también permitían ubicarlo en la proximidad de la extrema derecha. De hecho, en su etapa en el poder a principios de los años 70, cohabitaron en su seno elementos de derecha que apoyarían el golpe de marzo de 1976 junto a ramificaciones de grupos guerrilleros de extrema izquierda, sin que Perón se decantara explícitamente por unos u otros. Su muerte, en 1974, no implicó el fin del peronismo, pues sus seguidores siguieron dando muestras de su ausencia de coherencia ideológica y elevada versatilidad: tan peronista era el liberal Menem, que aplicó políticas liberalizadoras y de apertura económica durante los 90, como el matrimonio Kirchner, que promovió el proteccionismo y la intervención pública en numerosos ámbitos de la economía con el nuevo siglo. De la misma manera, en las recientes elecciones el peronismo no ha tenido problema en confiar su continuidad en el poder a Massa, quien hasta hace muy poco era uno de sus principales críticos.
Por su parte, la derecha conservadora no se organizó alrededor de un partido político hasta el año 2005, cuando fundó el que ahora se conoce como Propuesta Republicana (PRO). Se trata de un partido organizado a partir de la plataforma que apoyó a Mauricio Macri para lograr la Jefatura de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, y que también sirvió para que el mismo candidato obtuviera la presidencia de la nación en 2015. Al tratarse de una herramienta instrumental para lograr esos fines, el liderazgo pesaba más que una determinada ideología. Así, para estas elecciones el PRO constituyó una alianza (Cambiemos) que incluía a la Unión Cívica Radical (el partido centenario con el que Alfonsín venció en 1983) y a la minoritaria Coalición Cívica. Patricia Bullrich fue elegida candidata en las elecciones primarias del mes de agosto, pero, en un ejemplo de la fragilidad de la alianza y del propio PRO, inmediatamente después de su eliminación en la primera ronda de las elecciones, tanto Bullrich como Macri acordaron dar su apoyo a Milei en una cena privada, sin consultarlo ni debatirlo con el resto de la formación. Tal decisión provocó la consiguiente fractura, no sólo del partido y de la coalición, sino del propio grupo parlamentario. Los diputados que siguieron a Milei constituyen ahora el principal apoyo del presidente, mientras que los otros todavía no han decidido su papel, cuando hace escasos meses se presentaban como un partido supuestamente unido.
Pero quizá el mejor ejemplo de movimiento radicalmente distinto a la concepción de un partido político lo ofrezca Javier Milei, quien tampoco cuenta con nada parecido a una organización sólida que lo apoye. Su organización, La Libertad Avanza (LLA), es un movimiento personalista basado en las opiniones emitidas por el estrambótico personaje, labradas en su anterior ocupación como tertuliano. La única coherencia ideológica que se le intuye es la que se deriva de su afán provocador y de la voluntad de eliminar todos los consensos institucionales que pudieran quedar en pie.
Desgraciadamente, la Argentina de las últimas décadas ofrece numerosos casos de políticas económicas equivocadas que sirven al resto del mundo como ejemplo de medidas que no funcionan. A esa larga lista hay que sumar a un sistema de partidos políticos disfuncional. Para evitarlo, es necesario que se garantice una mínima estabilidad política a medio plazo. El juego político no puede consistir en un mero baile de alianzas y enfrentamientos determinados por los personalismos. Es fundamental contar con partidos políticos que moderen los comportamientos arbitrarios de sus líderes, cohesionando y consolidando su acción política, puesto que, de otro modo, se corre el riesgo de acabar en manos de populistas, un peligro que también se cierne sobre nuestro país y que han experimentado reiteradamente nuestros amigos argentinos.
Javier Asensio
Socio de Nexo Plataforma