No hay asunto más urgente para una sociedad que la educación. No hay nada que merezca más esfuerzo de las administraciones que la formación de nuestro alumnado. No hay tiempo mejor empleado que el destinado a esta noble, compleja e inevitable tarea. Y, sin embargo, pese a que nadie pone en cuestión su importancia, parece imposible diseñar un camino común que armonice a cuantos se sienten aludidos, y sea capaz de sentarlos en una mesa para lograr el mantra del pacto político y social, periódicamente invocado aunque jamás alumbrado.
Esa incapacidad para el acuerdo choca con la sopa de letras legislativa que abruma a quiénes deben implementarlas. Cada ley, con su correspondiente fecha de caducidad impresa coincidiendo con la alternancia política, carga sobre las espaldas de los docentes una normativa farragosa. Además, en no pocas ocasiones, deben armonizar la antigua en su declive con la nueva, que avanza bajo la espada de Damocles. Y así una vez tras otra, reeditando el mito de Sísifo como si de una maldición se tratara. Los docentes, perplejos ante la selva burocrática que les acecha tras cada cita con las urnas, se aburren y desmotivan porque su papel lo deciden, en gran medida, quiénes desde un cómodo despacho utilizan la educación como campo de batalla donde dirimir estrategias políticas.
Ante cualquier desajuste, desde la administración competente se desarrolla un plan, en no pocas ocasiones con tan buena voluntad como escaso éxito, al que se le conceden funciones de pócima mágica y cuyo mérito se mide por los euros invertidos. Así, presupuesto tras presupuesto, los discursos de los distintos gobiernos se limitan a señalar el aumento de dinero destinado al área, como si de un valor en si se tratara, para simular que la educación preocupa, cuando no es más que un espacio de confrontación repleto de lugares comunes. Si interesara de verdad -educar, no la publicidad- se adoptarían medidas revolucionarias, no parches puntuales, que sin duda podrían provocar avances de relieve, necesarios para zanjar la eterna disputa en torno a la calidad educativa que perseguimos. Tenemos los mimbres, unos y unas docentes muy valiosos e implicados que merecen respeto y consulta. Porque buscar la calidad exige contar con quiénes se dedican a la educación para que sus análisis y propuestas ayuden a establecer medidas con ánimo de permanencia.
Quizá haya que repensar la evaluación para no dar la imagen de la enseñanza como dispensario fácil de aprobados. Urge también revisar las ratios, que, si bien no son la única razón para mejorar, sí son un elemento significativo.
Nuestros niños y niñas, nuestros adolescentes, nuestros jóvenes, requieren un esfuerzo social para sacar de ellos todo lo que puedan ofrecer. Especial cuidado exige la atención a la diversidad. Es preciso actuar ahí con profesionales, los necesarios y los suficientes; organizar un plan de formación que ayude a los docentes a exprimir lo máximo de quiénes parten con lo mínimo; dotar a los centros de los medios necesarios para que la inclusión no sea una etiqueta carente de profundidad, y reconocer el derecho que asiste a personas tan vulnerables para que la formación ilumine un mañana que se les presenta con sombras.
No reduzcamos la educación a la tiranía de las cifras ni a las encuestas sesgadas que nacen en los laboratorios gubernamentales. No cedamos a una autocomplacencia vana que se da por satisfecha con placebos. La política educativa debe tomarse muy en serio. Y en esa asignatura no nos podemos permitir el suspenso. No es un tema más, es un asunto capital porque educar es adelantar el futuro. Basta hacer un recorrido histórico y descubriremos que aquellos países que cuentan con una educación más solvente sortean mejor las circunstancias que le salen al paso, porque el capital humano es el principal activo que tiene un país y cultivarlo se presenta como el objetivo más valioso que nos convoca como sociedad.
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