Asistimos desde hace años a una realidad incontestable: el turismo masivo ocupa en muchas ciudades un espacio del que se ha incentivado a salir a residentes permanentes tradicionales por la simple aplicación de la oferta y la demanda del mercado turístico y de ocio. No se trata de limitar el debate a la defensa de un hipotético derecho a vivir junto a la Sagrada Familia en Barcelona o frente a la Puerta del Sol en Madrid, contrapuesto a la libertad del propietario a considerar la oferta de alquiler turístico de su inmueble de manera intensiva. Hablamos realmente de un modelo económico reciente y de fuerte impacto social en determinadas áreas, sobre todo urbanas, de aquellas grandes ciudades que ofrecen un alto atractivo turístico a nivel global.
En este debate, en el que deberían incidir la investigación y la propuesta de soluciones y alternativas al problema, habrían de estar las Administraciones públicas con competencias en la materia, de manera coordinada y eficaz. Porque el problema existe y es identificable de manera unánime en cuanto a sus síntomas y consecuencias en cualquier ciudad que se analice: deterioro de espacios urbanos, disminución de la calidad de vida y ambiental en los mismos, reducción y encarecimiento de productos y servicios, saturación y colapso de infraestructuras urbanas, y hasta afección a la convivencia vecinal.
Frente a las alternativas de control, se opone la libertad del titular de un inmueble para decidir sobre sus modos de uso y disfrute, siendo uno de ellos el arrendamiento intensivo con fines turísticos, lo que hace entrar en juego a la libertad de empresa. Pero no solo eso, dado que históricamente en el caso de España el turismo ha sido un motor económico y de desarrollo principal, con una aportación de cerca del 13% al PIB nacional en 2023. Es más, el muy denostado efecto de la gentrificación ha podido suponer en muchos casos la recuperación urbana y social de determinadas áreas fuertemente deprimidas.
Sin embargo, cabe plantearse si no debiéramos asumir como normal y adecuado, además de oportuno —como sucede con otras actividades mercantiles privadas como el urbanismo—, un control regulado de un mercado como el del alquiler intensivo vacacional, altamente imperfecto a la vista de los relevantes fallos de índole social pese a nacer de la economía colaborativa y potenciado gracias a las nuevas tecnologías. Nada mejor para ello que acudir a la previsión de la función social de la propiedad del art. 33.2 de la Constitución, sin complejos ni dogmas pro- o anticapitalistas, sino para garantizar un mercado equilibrado y sostenible que no termine autodevorándose.