Quizá la primera cuestión que nos viene a la mente cuando hablamos de la ética pública es qué deben hacer —y cuándo— quienes se dedican a la política estando en posesión de un cargo institucional, y en un momento dado se enfrentan a una investigación judicial de sus actos, bien del propio ámbito político, bien del privado. Y quizá sea uno de los debates más manidos y objeto de tira y afloja por motivos ajenos a lo que debería ser el objeto de discusión: buscar un criterio ético y único aplicable objetivamente en todos los casos.
Cuando en el marco del llamado lawfare se articula una denuncia contra el adversario político como una herramienta para señalarlo y desactivarlo sacándolo del escenario institucional, perdemos de vista un principio fundamental ganado precisamente a sangre y fuego en los sistemas basados en la democracia liberal: el principio de presunción de inocencia. Y procede preguntarse entonces qué hacemos ante una intervención de la justicia penal frente a quien ostenta un cargo público si legal, y hasta constitucionalmente, reconocemos que alguien es plenamente inocente mientras no se demuestre lo contrario y se establezca lo contrario por un juez o tribunal, en un proceso tramitado con todas las garantías.
Las reacciones varían —y no es nada nuevo— en función del investigado: si es de otro partido, en ese caso siempre debe dimitir; pero si el investigado es de nuestra cuerda, la cosa cambia: el derecho a la presunción de inocencia por encima de todo. Y para estos casos apelamos a la responsabilidad política que relacionamos, no ya con los hechos probados y la sanción que puedan acarrear, sino con un criterio totalmente ambiguo de ética o moral. Y por eso no somos capaces de ponernos de acuerdo en cómo se aplica a cada caso concreto esa responsabilidad política.
Por tanto, se trata de un debate necesario para decidir cómo hacemos compatible la presunción de inocencia con la ética y con la responsabilidad política, porque no son pocas las experiencias de personas, de todos los partidos, que debieron dejar cargos y funciones para terminar siendo posteriormente liberados de cualquier culpa por la Justicia. Tampoco podemos obviar que a la ciudadanía no le gusta nada estar pagando con sus impuestos el salario de aquellos cargos públicos que llegan a ser acusados en un proceso penal y no dimiten hasta que se encuentran una sentencia condenatoria, pero en una época en la que una denuncia es más eficaz en la contienda política que mil argumentos, parece más necesario encontrar ese equilibrio entre la sagrada presunción de inocencia y la responsabilidad política de los cargos públicos.