Es evidente que un Estado tiene la facultad reconocida por el Derecho internacional de defenderse de cualquier ataque, tanto en su interior como proveniente del exterior. Así lo reconoce expresamente el art. 51 de la Carta de la ONU al establecer que ninguna disposición de la misma menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales.
Si el Derecho internacional prevé ese derecho a defenderse de Israel, lo hace por ello con dos notas fundamentales: por un lado, el de la inmediatez (en tanto el Consejo de Seguridad no tome medidas al efecto de mantener la paz y la seguridad); y, por otra parte, el de la proporcionalidad en la respuesta a la agresión.
Al año de la matanza de civiles por los terroristas de Hamas procedentes de Gaza, con cerca de 1.200 asesinados y más de 250 secuestrados, muchos de los cuales nunca regresarán a su tierra, podemos posiblemente identificar aquellos hechos como un auténtico acto de guerra entre Estados, visto el alcance de la respuesta de Israel en Líbano y Siria, así como la reciente intervención de Irán disparando sus misiles contra Israel.
Hemos pasado, por tanto, de la por unos alegada desproporción en la respuesta de Israel a la más que clara confirmación de que el régimen de Irán ha estado siempre tras unos ataques terroristas con pleno apoyo material y logístico de otro Estado. Y así, desde la brutal e inhumana agresión de hace un año a la tensa espera actual sobre la respuesta a la aparición de Irán, ya sin intermediarios, en el conflicto.
Como Estado democrático que lo es, dado que Israel tiene un sistema parlamentario basado en elecciones con sufragio universal y separación de poderes, parece más que obvio que su derecho en el ámbito internacional existe, máxime a poco que se compruebe la amenaza desde su entorno, tantas veces puesta de manifiesto desde su fundación en 1948, encarnada en la pretensión misma de su desaparición, algo que la sociedad global no puede aceptar.
Sin embargo, como Estado democrático, igualmente a Israel le son exigibles estándares legales y, desde luego, éticos en el ejercicio de su derecho de defensa, en absoluto discutido por ello, porque no se vence al mal con el mal. No, desde luego, si la seguridad, la estabilidad y la conciencia ante el futuro depende de ciertas respuestas del desprecio a los llamados “daños colaterales”.