No es un debate nuevo el que surge sobre si privar a determinadas personas de acceder a internet. De hecho, tras la aparición generalizada y pública de la WWW en los años 90, la tendencia fue precisamente la contraria: garantizar el acceso como un derecho, incluso reconocido como un derecho humano fundamental en sucesivos informes y declaraciones de la ONU desde principios del siglo XXI. Hoy, sin embargo, el debate parece desplazarse de la exigencia a los gobiernos para que garanticen el acceso al ciberespacio —tanto a la infraestructura de telecomunicación como a sus contenidos mismos sin restricciones, filtros o bloqueos— a la necesidad de encontrar criterios para evitar usos claramente antisociales, poco éticos o incluso delictivos del mundo digital y de su vertiginosa capacidad expansiva.

Recientemente, y vinculado con el tipo penal de los “delitos de odio”, se ha planteado —incluso desde la Fiscalía encargada de esa área especializada— la oportunidad y necesidad de vetar el acceso y uso a redes sociales y a la propia internet de personas que cometan este tipo de delitos. Y resulta evidente que todos hemos tenido oportunidad en algún momento de acceder a contenidos desde nuestros ordenadores o dispositivos móviles absolutamente rechazables, casi siempre procedentes de perfiles anónimos que precisamente juegan con la impunidad de no poder ser identificados, preguntándonos cómo se permite algo así o cómo determinados mensajes pueden ser legales.

Es cierto que todo lo que es delito en la realidad lo es en el ciberespacio, pero sin duda el Derecho Penal se enfrenta a un nuevo reto en una sociedad muy polarizada ante cualquier debate público y que ha hecho de la digitalización una herramienta para favorecer determinados discursos basados en realidades paralelas, no contrastadas o manifiestamente falsas, pero que son capaces de generar estados de opinión emocionalmente muy intensos y que llevan a traspasar gravemente las líneas rojas de la convivencia pacífica en sociedad.

Quizá recurrir a la censura sea un exceso; o quizá sea un medio ineludible cuando hemos fracasado en algo que hubiera sido necesario mucho antes: una adecuada cultura democrática basada en el respeto y la tolerancia.

Los riesgos, como siempre, se encuentran al transitar sobre esa delgada línea —a veces casi imperceptible— entre la seguridad y la libertad. En este caso, entre la primera para defender nuestra convivencia y la segunda para defender la capacidad de expresar nuestra voluntad. Incluso cuando hacemos algo tan nuestro, tan humano, como odiar.

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