Soslayar el debate sobre la inmigración irregular y su presencia en España y mirar hacia otro lado no puede aceptarse como alternativa cuando los datos nos hablan de cerca de medio millón de personas que se hallan en esa situación. No puede hacerse por ellas, por cuanto eso las mantiene en una permanente marginalidad y precariedad que limita sus oportunidades, por razones de pura humanidad, pero tampoco por nosotros, el resto de la sociedad con papeles, por motivos meramente socioeconómicos, porque no podemos aceptar tácitamente un subnivel de economía sumergida con trabajadores y empleadores que no cumplen en sus obligaciones legales de contribuir al sostenimiento del gasto público, incluso por la competencia desleal que supone.
Por ello, ese debate no debe sernos hurtado, pero su propuesta debe hacerse con realismo y, sobre todo, honestidad, basada en datos y evidencias y con luces largas en la búsqueda de soluciones, sin caer en populismos facilones que nos hacen rechazar tan agriamente unos como reivindicar tan apasionadamente otros ese falso mantra del «papeles para todos».
Una iniciativa como la que ha sido objeto de reciente toma en consideración en el Congreso de los Diputados para normalizar a los extranjeros residentes de manera irregular en España desde una determinada fecha que acredite su arraigo e imposibilidad de ser obligados a salir de España debe ser una medida más en el marco de políticas de inmigración asumidas como cuestión principal de la agenda política europea. La solución a la inmigración irregular será europea o no será.
La cuestión pasa no sólo por controlar fronteras para mejorar la gestión de la inmigración ordenada y que nuestro país, y Europa en su conjunto, es capaz de absorber y que, de hecho, puede necesitar. Requiere igualmente una cooperación eficaz con los países de origen de esa inmigración, tanto en materia de control de salidas en origen como de repatriación.