Con el indulto presidencial decretado sobre su propio hijo por Joe Biden, presidente saliente de EEUU, reaparece uno de los temas más controvertidos, como es el ejercicio del derecho de gracia y su aplicación desde la óptica constitucional de un Estado que se considera a sí mismo plenamente democrático y, con ello, garante del respeto a la separación de poderes y la autonomía del poder judicial. El caso no es el único que ha levantado polémica lo largo de la historia de aquel país, y nos recuerda situaciones muy recientes en España.

Debemos reconocer que el derecho de gracia, es decir, la posibilidad excepcional de que el poder ejecutivo deshaga lo juzgado por los jueces y tribunales, es plenamente constitucional en España. Nuestra Constitución recoge la figura del indulto particular en su art. 62.i), previendo la prerrogativa del Jefe del Estado a ejercer el derecho de gracia con arreglo a ley, con el límite de no poder otorgar indultos generales. La amnistía, por su parte, ni siquiera se menciona en la Constitución, lo que ha dado pie a la aprobación de la Ley Orgánica 1/2024, de 10 de junio, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña, que se encuentra recurrida ante el Tribunal Constitucional (TC) y que tendrá, previsiblemente, su propio recorrido hasta la sentencia que aclare las dudas sobre su constitucionalidad.

Pero hubiera sido interesante que el TC hubiera podido pronunciarse sobre la adecuación a nuestra Carta Magna de la regulación legal del indulto, que data de una ley de 1870, y que, de facto, parece que convierte a esa figura jurídica, que tiene su origen en la monarquía absoluta y la capacidad de recuperar de los jueces el poder de juzgar y, por tanto, de revisar sus decisiones, dado que era una facultad otorgada por el monarca a los tribunales, en una paradoja dentro de un entramado constitucional, el de 1978, que prima principios como el de la separación de poderes y la autonomía del poder judicial, la vetada arbitrariedad de los poderes públicos, la igualdad de todos ante la ley o la tutela judicial efectiva de los afectados por el delito. Es más, parece igualmente una intromisión en las funciones del poder legislativo, por cuanto es una más que aparente renuncia al principio de legalidad al alterar el régimen de la pena prevista e impuesta legalmente a una determinada conducta.

No parece coherente con un sistema democrático como el que se da en España -o el que aspiramos a tener- que haya posibilidad de atenuar las penas impuestas por jueces y tribunales en casos concretos a partir de una idea de “justicia” desconectada de la de “derecho”, dado que los posibles excesos de la aplicación de la ley en casos muy particulares deben ser corregidos desde la ley, y no por la voluntad de un poder discrecional como el de quien gobierna. Más aún en casos de tanta significación e interés políticos, y hasta electoralistas realmente, como el del procés en Cataluña y los indultos y hasta la ley de amnistía relacionados con sus principales actores.

La propia Constitución Española contiene una cláusula derogatoria única que declara no vigentes todas las normas opuestas a lo establecido en la Constitución, y de ello se deduce la duda, al menos, de la posible inconstitucionalidad de una norma de 1870, casi un siglo anterior al propio texto de 1978, que claramente desconoce otros principios constitucionales actuales que debieran concordarse con el derecho de gracia reconocido nominalmente en un desarrollo legal armonizador del conjunto de principios y valores constitucionales de nuestro tiempo.

Estamos, pues, ante cuestiones pendientes de resolverse y de trascendencia constitucional.

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