Actualmente hay una ley de prensa en España. Una norma legal que regula el ejercicio de la profesión periodística. Una ley de 1966, nada menos, conocida como Ley de Prensa e Imprenta, que aparece rubricada, como no podía ser de otro modo, por Francisco Franco, y que contiene en su preámbulo frases tan exóticas hoy como que sus preceptos cumplen con “los postulados y las directrices del Movimiento Nacional”, o que dan “un nuevo paso en la labor constante y cotidiana de acometer la edificación del orden que reclama la progresiva y perdurable convivencia de los españoles dentro de un marco de sentido universal y cristiano, tradicional en la historia patria”. De hecho, se garantiza un derecho a la libertad de expresión en virtud de lo previsto en el Fuero de los Españoles de 1945. Ahí es nada…
Es cierto que dicha ley ha sido en varias ocasiones modificada y derogada en gran parte en su contenido más ideológico, aunque subsiste como una vieja reliquia, inaplicada y, en la práctica, inexistente en el mundo jurídico.
Pero sí es excusa actualmente de un Gobierno actualmente para sustituirla formalmente por otra normativa en el marco del denominado “Plan de Acción por la Democracia”, que pretende establecer pautas a los periodistas sobre libertad y pluralismo, transparencia y responsabilidad, independencia y secreto profesional. Y, por supuesto, sobre competencia en el mundo de los medios de comunicación.
La no es ya pregunta es si un Estado democrático debe mantener una ley de prensa como la de 1966, aun tan descafeinada como la vigente. La pregunta es si un Estado democrático debe tener una ley de prensa, es decir, si deben regularse principios como el secreto profesional o la independencia, derechos como el pluralismo, o libertades como la de expresión o la de publicación.
Porque pese a ser evidente que vivimos en una época de fake news y de manipulación por determinados medios de la verdad que se debe exponer ante la sociedad, sin perjuicio de los matices que la ideología pueda generar, parece evidente que de alguna manera ha de ponerse coto a la mentira y al fraude, sobre todo en nuevos cauces de información que están sustituyendo paulatinamente a otros más tradicionales, y aun en estos, a manipulaciones más que obvias de la realidad según quien la cuente.
Aun así, una norma sobre prensa nunca debería tener como objetivo controlar medios y contenidos, sino, precisamente, garantizar el derecho a producirlos y a consumirlos. Y la responsabilidad, como el discernimiento, ser más propio de quien los lee que de quien los escribe.