El ferrocarril, símbolo de la Revolución Industrial y uno de sus principales motores, perdió popularidad durante el breve lapso comprendido entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la «crisis del petróleo» de 1973, pero las mejoras tecnológicas, la automatización de los procesos y el desarrollo de la alta velocidad han conseguido que recupere su protagonismo. En las últimas décadas el uso del tren ha experimentado un auténtico renacimiento, convirtiéndose en el medio de transporte público interurbano con mayor número de pasajeros. En 2022 más de 6 millones de personas viajaron en tren entre Madrid y Barcelona mientras que solo 1,7 millones utilizaron el puente aéreo.
El transporte ferroviario, tanto el de mercancías como el de pasajeros, ha demostrado ser muy eficiente a escala metropolitana e interurbana. Esa eficiencia no solo se basa en la optimización del uso de la tecnología o en un adecuado dimensionamiento de las vías y de la capacidad de los convoyes, sino que además es necesario que todo el sistema funcione como una sola red: tiene que formar parte de un sistema integrado. Pues bien, el anunciado pacto de gobierno entre el PSOE y el fugado Puigdemont que, entre otros acuerdos, incluye segregar la red de cercanías de Cataluña de la red general va justamente en la dirección contraria.
La red española de ferrocarriles no es una red aislada, no es como el metro. El metro se puede gestionar de manera autónoma porque por sus vías y estaciones solo pasan vagones de metro. En cambio, por las vías de cercanías no solamente circulan los trenes de cercanías, por estas vías también pasan trenes de larga y media distancia y trenes de mercancías. En el caso de las cercanías catalanas hay dos líneas enteras que coinciden con el corredor mediterráneo. Obviamente, la manera óptima de gestionar esta infraestructura es mediante un solo operador y fraccionar la gestión de la red ferroviaria no resolverá ningún problema, sino que dificultará aún más su funcionamiento. Por tanto, no hay causas técnicas que avalen este traspaso que solo se explica por intereses políticos puesto que las razones técnicas más bien lo desaconsejan.
El traspaso de cercanías es una vieja reivindicación de los nacionalistas. Con ella no pretenden mejorar el funcionamiento de la red sino acumular poder y recursos: la segregación ferroviaria no es más que una vía para la segregación territorial. En realidad la prestación del servicio ya está descentralizada y, de hecho, la gestión de los horarios, tarifas, atención al cliente y supervisión del servicio ya fueron traspasados a la Generalitat en 2010, tras una agresiva campaña en los medios de comunicación catalanes que amplificaba las consecuencias de los retrasos y las averías de los trenes de Renfe y culpaba al Estado de todas las deficiencias. Sin embargo, una vez conseguido el traspaso del servicio, las averías y los retrasos continuaron pero la campaña cesó por un tiempo: bastó un cambio de nombre, de Cercanías a Rodalies, para que los retrasos ya no fueran noticia… hasta que el Gobierno catalán decidió que esto ya no era suficiente.
Ahora también quieren las vías y los trenes y los reportajes sensacionalistas han vuelto a los periódicos. Como su voto es necesario para formar gobierno, el Partido Socialista está dispuesto a ceder a sus demandas, aunque sea a costa de perjudicar el funcionamiento de un servicio público.
La cesión de la infraestructura no mejorará el servicio. Esto solo se podría conseguir incrementando las inversiones, y estas siempre vendrán del mismo lugar: del dinero público recaudado por el Estado, bien directamente, bien mediante transferencias a la Generalitat. Pero si la cesión no va a mejorar el servicio, el fraccionamiento de la red sí podría empeorarlo puesto que supondrá más gastos, más burocracia, menos coordinación y ninguna ventaja, solo más poder para la Generalitat y menos control por parte del Estado.
¿Dónde está el progreso en todo esto? Fraccionar una red que funcionaría mejor de manera integrada no es progresista. Lo que debería hacer un gobierno que se quiere llamar progresista es proteger un servicio público para que sea más eficiente y no ceder ante el chantaje de los que pretenden explotarlo en beneficio de sus intereses.
No puede llamarse progresista un gobierno que trocea el sistema ferroviario español. Más bien es un regreso al pasado, cuando había líneas que no estaban conectadas entre ellas y cada una se gestionaba por separado, de manera que si alguna tenía pérdidas quebraba, ya que no podía ser compensada con los beneficios de las otras. Lo mismo sucedía con los autobuses y los tranvías. En esa época, el progreso consistió en unificar las redes de transporte porque para que el transporte público funcione de manera eficiente tiene que formar parte de una red integrada. En España ya tenemos una red de ese tipo, ¿por qué prescindir de ella? Se han tenido que dedicar enormes recursos durante mucho tiempo conseguir la infraestructura que ahora tenemos y el progreso consiste en mejorarla y ampliarla, no en fraccionarla o segregarla por territorios. Esto es un atraso, no un progreso.
El Gobierno todavía está a tiempo de rectificar. Si no lo hace estará cometiendo un gravísimo error: el de dejarse llevar por la coyuntura política para tomar decisiones no justificadas técnicamente y que hipotecarán el funcionamiento de la red ferroviaria.
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