Dimisión, abandono o expulsión. Eso es lo que se espera en los partidos políticos españoles de un representante que discrepa públicamente de una decisión del líder carismático de turno. Porque, no nos engañemos, es el líder del partido, llámese Albert, llámese Pedro, llámese Pablo o llámese como se llame quien decide toda la estrategia del partido. Él y sus áulicos asesores. El sistema de primarias para elegir a los líderes de los partidos les ha investido de un poder omnímodo. Un poder que les permite manejar las listas y el acceso a los cargos remunerados. Ese poder se ha reforzado con un sistema de sanciones y coacciones denominado “pacto antitransfuguismo” que permite desterrar al “averno de los no adscritos” al electo que ose salirse del carril.
Esta unanimidad, forzada en todos los partidos, impide a los representantes parlamentarios votar de acuerdo con su conciencia cuando esta no coincide con la del partido o de acuerdo a los intereses de sus circunscripciones, o los del conjunto de la nación, cuando estos se ven lesionados por la disciplina o los pactos del partido. De manera reiterada se argumenta que nadie votaría al número seis por Sevilla si no estuviera en este o aquel partido y que esa es la razón por la que “debe” el escaño al partido y por tanto se debe también a su disciplina. Siendo esto cierto en la España de hoy, no lo es así en todos los sistemas europeos.
De hecho, nosotros no somos sino una notable excepción en el conjunto de los parlamentos europeos. Existen en Europa sistemas para que el parlamentario sepa cuál es su poder en el distrito y que sean los ciudadanos, no el partido, quienes deciden el orden de los parlamentarios de una lista. Pongamos de ejemplo Finlandia. Es tan sencillo como que, manteniendo el actual sistema D ́Hont, los ciudadanos marquen su preferencia por tal o cual candidato en la lista del partido. Una lista cuadrada, sin orden numérico, elaborada democráticamente dentro del partido, en la que se puede marcar la preferencia por uno o más candidatos del mismo partido. De esta forma el “número” de diputados por partido se determina por el número de papeletas de cada partido (como hasta ahora), pero “quiénes” son los diputados concretos lo deciden los ciudadanos, según el número de marcas que obtenga cada candidato de esa lista en su provincia. Esto garantizaría que los diputados peleasen su reelección en su circunscripción y que su actividad en el Parlamento reflejase los intereses de sus electores.
Es evidente que los diputados no deberían actuar contra su programa electoral y que esto, si sucediese, habría de ser sancionado, pero … ¿en qué parte del programa venía la amnistía? ¿Y la cesión de la fiscalidad? ¿O que se apruebe, o no, una infraestructura en Soria?
Existirían, de esta manera, límites efectivos al poder omnímodo de los lideres. Límites también a la disciplina en aquellos temas que pudieran afectar a las circunscripciones de los parlamentarios. No se podría obligar al parlamentario a votar aquello que no perteneciese al programa electoral del partido. Existirían debates capaces de cambiar los resultados. En definitiva, el Parlamento volvería a su función primigenia y se acabaría con este circo de autómatas donde todo es previsible.
Mientras solo haya autómatas no podrá haber acuerdos transversales. Mientras solo haya autómatas habrá menos posibilidades de acuerdo y dialogo. Mientras solo haya autómatas continuara degradándose el nivel del Parlamento al que solo acudirán, al final, los aplaudidores sin oficio. Necesitamos cambiar a los autómatas por parlamentarios, si de verdad queremos recuperar nuestra democracia.
Francisco Igea Arisqueta
Socio Fundador
Nexo Plataforma