Hace unos días tuve la oportunidad de escuchar al profesor emérito de Economía de la Salud del Instituto de Salud Carlos III, José Ramón Repullo, en una interesante conferencia acerca de la sostenibilidad del sistema sanitario, que me lleva a compartir algunos datos y reflexiones sobre lo allí expuesto, pues sin duda se trata de una cuestión de enorme trascendencia. No en vano nuestro sistema sanitario, tal y como lo hemos venido disfrutando hasta ahora, constituye un pilar básico del estado del bienestar y una herramienta esencial para la cohesión social.
La manera en que ha evolucionado la asistencia sanitaria en las últimas décadas ha llevado a que ésta sea mucho más compleja, alcanzando logros en cuanto a tratamientos y curación de enfermedades ni siquiera soñadas hace pocos años. Pero junto a estos avances también se ha producido un aumento muy significativo del gasto, aunque de una manera desigual. Mientras que, por ejemplo, el gasto en atención primaria o el gasto por receta sí se ha contenido, el de farmacia de hospitales ha aumentado de manera muy significativa (un 285% entre 2003 y 2019) sin que este incremento se haya traducido en igual proporción, en términos de salud y calidad de vida.
Va a ser muy difícil asumir este incremento del gasto por parte de los Estados, ni siquiera los más ricos, salvo que se abandonen otras funciones del bienestar social, infraestructuras o servicios públicos. De hecho, en los países pobres ya es inasumible una universalización de la asistencia sanitaria. Así pues, o somos capaces de cambiar la tendencia, o los desequilibrios financieros echaran por tierra lo que ha sido la mayor conquista social del siglo XX: la universalización de la asistencia sanitaria.
Pero conseguir un cambio de tendencia no es ni fácil ni sencillo. Requiere no solo del consenso de todos los agentes implicados: pacientes, profesionales, gestores, políticos… sino también de un acierto en las medidas y un liderazgo fuerte que pueda vencer la segura resistencia de los actores implicados que hayan visto incrementado, año tras año, su cuenta de resultados. Hará falta corazón y cabeza.
Una primera aproximación a estas medidas implica apostar por un funcionamiento más eficiente de las organizaciones profesionales sanitarias, en las que se debe asegurar un buen gobierno (transparencia, participación, rendición de cuentas, comparación…), una gestión contractual seria y revitalizada y una adecuada gestión clínica. Esto se logra, por ejemplo, dotando de autonomía de gestión a los centros públicos, cuestión que, como demuestran distintos estudios, tiene más importancia que el hecho de que la propiedad sea pública o privada.
Igualmente decisivo resultará el papel de los profesionales, cada vez enfrentados a mayores retos en un trabajo donde deben mantener un difícil equilibrio entre ciencia, con todas sus limitaciones, recursos disponibles y expectativas de los pacientes, a veces desmesuradas, por lo que la práctica clínica exige un esfuerzo de síntesis entre ciencia, recursos, comorbilidades (presencia de dos o más enfermedades al mismo tiempo en una persona), características personales y preferencias. En este contexto y para fomentar una conducta responsable del clínico, sin la que no habrá una sostenibilidad futura, se hace necesario proteger al médico de presiones e influencias perversas (económicas, políticas, comerciales, gestoras…) y dejarle aplicar los valores clásicos de la asistencia sanitaria: beneficencia, autonomía y justicia.
Otro factor que considerar es la creciente fragmentación o súper especialización de la asistencia sanitaria. De cada especialidad surgen subáreas muy concretas, como por ejemplo en traumatología unidades de mano, hombro, rodilla, etc. o en ginecología, de suelo pélvico, mama, tracto genital, etc. que, si bien pueden significar una mejor asistencia en cada una de esas patologías, genera un riesgo de fragmentación y pérdida de una visión holística del paciente. Y también tiene su trascendencia en recursos y gestión al necesitar cada vez un mayor número de profesionales y medios.
Esta atomización hace necesario proteger a los pacientes, sobre todo a los más frágiles o vulnerables como los mayores o enfermos crónicos, potenciando la atención primaria, las estrategias de cronicidad, especialidades como la geriatría y planificando y ordenando la alta especialización. Seguramente no es posible que cada hospital disponga de todas las subespecialidades y convenga compartir entre hospitales y CCAA.
Una última reflexión nos lleva a considerar la manera en que como sociedad hemos convertido en patología, y en consecuencia medicalizado, el malestar inherente a la vida cotidiana y todo lo que ello conlleva, incluyendo el rechazo al sufrimiento y la tanatofobia, justificando una obstinación terapéutica deshumanizada.
Son, en definitiva, grandes retos que como sociedad debemos afrontar, pero ante los que no cabe desviar la mirada ni seguir practicando políticas cortoplacistas atendiendo únicamente al calendario electoral.
Socio Fundador – Vocal Comisión Políticas Sociales y Estado del Bienestar
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